Hay situaciones repetitivas y algo cómicas. Jocosas precisamente por lo reiterativo de las circunstancias.
La difícil tarea diaria de la existencialidad, lleva al heredero del morador de las cavernas, al replanteamiento de nuestro cometido en este mundo a punto de explosionar.
El intelecto del individuo como primera persona, desarrollado hacia un razonamiento lógico y lúcido, deja de ser tal, cuando la unión de dos o más sujetos acercan posturas para un posible convenio de intereses, lo cual dificulta el entendimiento entre los distintos motivos a tratar.
La necesidad humana de una explicación para todo o el autopersonarse como perjudicado en distintas cuestiones deontológicas, ha logrado que a lo largo de nuestra vasta historia, cometamos la muy desdeñable situación de introducir alguna extremidad en lugares catalogados como inoportunos, con las consecuencias que ello conlleva.
El privilegio a una declaración personal sin conminación externa, es lo que hace bueno un pluralismo ideológico como el que disfrutamos en nuestro país.
La cognición de las personas ante una posible amenaza, les lleva a la falsa percepción de un riesgo inminente, del que hay que defenderse. Sin embargo, el apresuramiento no ha sido casi nunca, buen consejero, como tampoco lo ha sido ni lo será, la credulidad por deslumbramiento ante fingidos elogios.
La comicidad a la que antes hacía mención, forma parte de una cotidianidad que con el paso del tiempo merma considerablemente la ilusionante aspiración de realizar trabajos que estimulan la creatividad colectiva.
Intereses subjetivos y de potestad ilícitos, que nos llevan una vez más a la hostilidad sin lógica y al hostigamiento y la animadversión hacia todo lo personalmente antagónico.
Como cabe la posibilidad de que mi alegato hacia una coexistencia de concordia y alborozo no llegue a horadar la sensibilidad y benévolas pretensiones de mis semejantes, solicito al menos, la dedicación de una sola reflexión: ¿Merece la pena emplear nuestra efímera vida en importunar la de los demás?.