Mes y medio después de que al fin, por unanimidad, tuviéramos claro qué obra íbamos a representar, llegó el estreno, así, sin darnos cuenta.
Parece poco tiempo ¿verdad?, pues no. A pesar de sólo ensayar tres días a la semana y sólo dos en el escenario, el esfuerzo ha dado como resultado un gran trabajo.
Las vicisitudes a las que hemos tenido que hacer frente, no han disminuido ni un ápice la ilusión y el amor que profesamos hacia un arte tan especial como es el TEATRO.
Ha habido muchos inconvenientes: escasez de tiempo para dedicar a los ensayos; defección de actores por motivos ajenos a su voluntad; falta de publicidad por megafonía, aunque autosolucionada; despreocupación de última hora por la organización competente... Supongo que sabedores de nuestra autosuficiencia, no creyeron necesario una mayor presencia para algún posible contratiempo. Pequeñas contrariedades técnicas que un domingo por la tarde tienen fácil solución, como así fué.
Pero todo esto se olvida cuando la respiración se corta al abrirse el telón. Desde el escenario puedes oír el murmullo del respetable, el sonoro silencio de expectación ante la trama y el desarrollo de unas vidas de ficción.
En un momento determinado pienso, tontamente, si podrán percibir la aceleración del corazón o las miradas de complicidad entre los actores o la preocupación por esa palabra que se te puede olvidar. También espero las risas que puede provocar una determinada frase mía o de mis compañeros. Confío en poder transmitir al público, la alegría, la pena, el dolor, la felicidad o la esperanza de unos personajes que hasta hace poco no conocía, pero que he conseguido hacer míos… nuestros.
Busco con la mirada, entre la penumbra del patio de butacas, a la directora del cotarro para poder tener una visión del progreso del drama, la encuentro pegada a la pared, semioculta entre el público. También pienso en el encargado de sonido y de los efectos especiales, en el cual confío plenamente, conocedora del buen hacer de su trabajo. La presencia de la apuntadora, sin esas maravillosas conchas de antaño, te da seguridad y sin querer piensas en el lío que la metemos cuando decidimos saltarnos el guión y cambiar alguna que otra palabra que Mihura no escribió.
Fantástico ajetreo entre bastidores, que justo al acabar la función ya echas de menos. Carreras, saltos, cambios de vestuario y de escenario, adrenalina en ebullición, nervios... y por fin confianza, tranquilidad, sonrisas y aplausos.
Por todo esto merece la pena las horas dedicadas a tan noble arte: la aprobación de todas esas personas que se acomodan en una butaca para ver un trabajo hecho sin otro interés que el del “amor al arte” y la maravillosa sensación que da la ovación final, la satisfacción por ese reconocimiento.
Gracias a todos por hacernos vivir estos sentimientos y gracias por ayudar a fomentar la cultura en general y el teatro en particular.
Y sobre todo gracias a Mari, Pili, Carlos, Jose, Salvador, Ana, Gracia, Elsa, Sabrina y por supuesto a Chiqui y a Pablo, sin ellos mi vocación teatral seguiría en estado de letargo.