Me gusta oír el crujiente sonido de mis pasos en el camino escarchado como azúcar cande.
Como cada año, el invierno se ha quedado dormido abrazando el Llano, y sus largas extremidades mecen en un sopor helado a la durmiente vida fría. Solo se despereza un poco cuando el grandullón dorado, pasa cerca rozando su espalda, camino de Veredas Blancas para esconderse, una vez más, hasta el día siguiente.
La yacente respiración nocturna, deja petrificado de miedo gélido el agua de las zanjas, atrapando a las pequeñas plantas acuáticas en un helado sueño de cristal.
Al sol no le da tiempo de secar las calles y la humedad resbaladiza perdura durante días a la espera de que el ausente viento oree el suelo.
Camino sin poder respirar por ese abrazo frío sofocador, que impide que mis pulmones puedan con tanto oxígeno. Aun así, el placer álgido, un poco masoquista, revitaliza el cuerpo y el alma.
El olor del humo de las chimeneas se mezcla con las centelladas inodoras de la frialdad de enero, dando una apariencia entre fantasmal y corpórea.
No puedo retirar la mirada de La Maroma. La nívea capa que la cubre, abundante y esponjosa, la hace imponente, sobrecogedora. Cuando noche tras noche la implacable bajada de grados convierta en hielo la hermosa blancura blanda, seguirá grandiosa, aún cuando su belleza se convierta en peligrosa atracción.
El hielo cubre la llanura y la nieve pinta las cimas que la rodean. La Torca, Cazadores, Sierra Blanquilla y las altas cumbres de Sierra Gorda. Todas han sido espolvoreadas con cristalitos de mil variedades para darle un toque de cuento de invierno.
Me gusta el murmullo de mis pisadas y las huellas que dejan en el hielo.
Estos días de invierno, donde el calor del gran astro no consigue calentar mis manos, tienen el encanto de la suavidad lútea de una vela prendida o de la llama de una candela.
Que no tengan prisa las golondrinas en volver para que oigamos sus cantos.
Disfrutemos de este dulce intervalo frío.
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