La niebla de anoche ha traído a la mañana agua que se adhiere a las hojas de los árboles. Perlas traslúcidas sobre la incipiente hierba otoñal y que el temprano sol enciende dando luz a los verdes brotes tiernos.
El manzano que hay al borde del camino cargado de fruta, sirve de refugio a pájaros que se asustan al paso de la gente, mueven sus ramas y hacen caer una lluvia de brillantes gotas como una cascada de diamantes redondos.
A la acacia del final del paseo, le cuelgan miles de bolitas transparentes como adornos navideños. Entre el esmeralda de las hojas y veteado verde y marrón de sus bayas, consigue una apariencia mágica y fascinante. ¿Estarán los duendecillos debajo de las hojas caídas?
La bruma nocturna ha dejado manchas húmedas en la tierra del sendero y en el asfalto de la carretera, sombras mojadas de rocío que desaparecen entre vahos calientes sin dejar huella.
El sol poco a poco va diluyendo los estragos noctámbulos de la calígine a la que estamos tan acostumbrados, y que sin embargo nos sorprende cada vez por su belleza, siempre igual y siempre diferente.
El aire, ya más frío que fresco, se desliza desde la nariz hasta las mejillas coloreando y enfriando la calidez corporal, empañando los cristales protectores de las gafas con el vapor que la respiración desprende. Agua tibia y etérea.
El ciprés de Lucena se va alejando conforme me acerco. Iniesto y serio va marcando las horas con su alargada sombra, como dijo el Maestro. A sus pies mojados por esa neblina pasada, una capa de césped silvestre de pequeñas plantas en crecimiento, huele a hongo. A limpia humedad matutina. Parece el guardián de la antigua noria, escondida entre acacias y celindos desnudos, protegido por un manto de musgo y un muro de piedra. ¡Cuantas historias podría contar la azuda de Lucena!
Su vecina la laguna, hogar de animalillos amantes del agua, agradece estos episodios acuosos, que regeneran su subsistencia inestable, siempre a merced de la bendita lluvia.
La otra noria que sobrevive un poco más adelante, ha perdido la cabeza. Unos cuantos peldaños desdentados por el uso, o el desuso, intentan mantener la relación entre los pies mojados de su cuerpo y la ausencia de la testera que la desprotege de las inclemencias. Se siente sola y abandonada.
Chico, siempre bajo los álamos, me saluda con su inquieto movimiento, alerta ante extraños. Parece decir que la noche lo dejó calado hasta los huesos y busca un resquicio a través de los árboles donde calentar su delgado cuerpo. Al final se enrosca en un agujero que ha hecho en el cemento frío... Siempre bajo los álamos.