Según los estudiosos de la materia, casi todas nuestras fiestas tradicionales tienen su origen en épocas muy anteriores a la era cristiana. De hecho, se han aprovechado estas celebraciones para beneficio de credos, con el fin de atraer fieles. Con el paso del tiempo se han llegado incluso a olvidar los inicios de estas festividades, para quién iban dirigidas y qué finalidad tenían.
Hace unos días hemos celebrado la Candelaria, la noche de las candelas cuyo origen se remonta, aunque no lo parezca, a la época celta.
Las sociedades tribales de Europa en la Edad del Hierro, celebraban el dos de febrero la cuarentena necesaria del restablecimiento simbólico del cuerpo de la madre después del parto, desde el inicio del solsticio de invierno. Además coincidía con el festival céltico del fuego, llamado Imbolc.
Según Leonardo da Vinci, para los romanos era el quince de febrero el día más señalado; así los cristianos también hicieron coincidir la cuarentena de la Virgen con la fiesta celta, de este modo, todos convinieron en el dos de febrero para la festividad.
Ni que decir tiene que la Candelaria que celebramos hoy, casi nada tiene que ver con aquella de nuestros ancestros y con esa desmesurada fe que parece que irradia nuestro entorno y que nuestros gobernantes se empeñan en enaltecer, llegando a “incurruir en irregularidades” que pasan desapercibidas al tratarse de una fiesta de tradición popular.
Insisto en que las tradiciones hay que mantenerlas, pero continuarlas en el tiempo con sus motivos originales, de nada sirve una celebración que con el paso de los años se altera y distorsiona, olvidando su razón de existir.
La fiesta pagana del fuego, ahora llamada de la Candelaria, nada tiene que ver con la fe a una figura religiosa, ni con elementos militares ni patrióticos… es sencillamente una alabanza y un ensalzamiento a la purificación del cuerpo y del alma. Y que sea así por muchos años.