La primera vez que oí hablar de una muerte por violencia machista, era muy joven. Además no sabía muy bien qué quería decir eso de “ha matado a su mujer, una desgracia”. Era una pareja joven, la familia de ella era, y es, muy conocida en su pueblo, un aliciente más para la “vergüenza” que cayó sobre la familia.
Hace unos años, la violencia de género no existía, era una realidad tapada, secreta de puertas para fuera. ¿Cuantas puertas habría cerradas con una historia de violencia y vergüenza? Cientos… Miles.
Pero no sólo de violencia machista vive el hombre, también se nutre del rancio patriarcado que le permite hacer y deshacer a placer, para así poder justificar las acciones que a lo largo de la historia han hecho de la mujer un ser “inferior y desprotegido”, parece ser.
Como mujer primero, y como madre después, siento una terrible desazón y rabia por cada golpe que se da y cada vida que se arrebata. Siento impotencia cuando la justicia no es objetiva, cuando no hace lo suficiente.
Quisiera poder perpetuar en la memoria de la sociedad, los nombres de tantas mujeres que han desaparecido a manos de quienes decían que las amaban, pero que preferían matarlas a que vivieran una vida digna. Pero esos nombres, esas vidas, se han convertido en números, en estadísticas, en minutos de silencio… en días de luto.
Quisiera descansar tranquila cuando mi hija sale de casa y saber que no va a ser agredida, ni verbal ni físicamente, por algún “macho” que crea que tiene derecho a la “libertad de importunar”, a manosear o a violar, no solo su cuerpo, si no los más elementales derechos de una persona, de una mujer.
A mi, y creo que a ninguna mujer, nunca se me ocurriria piropear a un hombre cuando me lo cruzo por la calle, jamás abusaria de un hombre por el hecho de creerme con el poder de hacerlo, no discriminaría a un hombre en el trabajo, no haria sentir indefenso a un hombre por una fuerza física superior…
Para que la igualdad de género sea real, es fundamental la educación.
Para que el respeto hacia los demás no sea una obligación sino un derecho, es imprescindible la educación.
De nada sirve que la mujer aprenda a defenderse, no tiene porqué defenderse si se educa a la sociedad, al hombre y a la mujer, puesto que la libertad de una persona empieza cuando el respeto es mutuo.
Quizás estas conclusiones están muy trilladas, es algo sabido por todos, pero se olvida con facilidad, por eso hay que recordarlo constantemente para que no caiga en el olvido.
Porque no podemos olvidar que las manadas no están solas, ni son pocas.
Las jaurías de depravados que asolan las calles, no pueden tener en jaque a una sociedad.
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