De pecados capitales vive el hombre. Además intenta no saltarse ninguno, como si de una dieta bien estudiada se tratara y a la que hay que seguir, religiosamente. Y es que cuando el hombre hace algo, lo hace a lo grande y si se trata de vicios, los lleva hasta las últimas consecuencias, ¡como tiene que ser!.
Es curioso que los llamados pecados capitales, a pesar de que hoy no tienen mucha repercusión, se siguen manteniendo en uso aunque a un nivel distinto para el que fueron creados.
De todos, o de casi todos, es sabido que son siete las infracciones morales a las que se expone el ser humano. Por supuesto que el estatus en la sociedad de cada pecador, regirá los designios para su entrada al inframundo o al celestial paraíso, indistintamente de la vileza cometida. Todo dependerá del perdón solicitado.
A la sociedad le ha parecido siempre un pecado, la exacerbación con todo lo tenga relación con el sexo y si topamos con la iglesia, la lujuria está totalmente destinada al ostracismo más absoluto. Eso no quiere decir que las llamas del infierno no devoren, sin pena, a más de un santo pecador. Y es que la carne es débil y no entiende de edad, credos o condición social, todos estamos expuestos a la tan temida lujuria.
La glotonería es otro defecto del hombre que es incapaz de controlar. Además es un pecado incongruente: mientras una parte del mundo se muere de hambre, la otra mitad piensa en como evitar que la gula no condicione su vida. Así ha sido siempre, desafortunadamente. Se predica, y predicaba, la frugalidad en aquellas zonas donde no se puede imponer este pecado capital por falta de medios para su realización, dígase comida. Sin embargo, en el mundo desarrollado, con medios más que suficientes para que la voracidad gastronómica no se desmadre, no hay quien le ponga reparos a una buena panza y a una buena crisis de gota.
El tercero en excesos es la avaricia, esa en la que los que se creen a salvo, caen en su red deslumbrante en cuanto el engaño, la traición, el soborno o la manipulación, se interponen entre la conciencia y la lealtad. No ha cambiado mucho el mundo en estos últimos miles de años, la codicia y la ambición campa a sus anchas entre tanto desaprensivo.
Con el paso del tiempo, le cambiaría el nombre a la pereza y lo llamaría dejadez o apatía. Esta es una flaqueza peligrosa que puede llevar al pecador a dejar en manos de los anteriores pecados, el destino del mundo. Si no hay intención de diligencia en los actos que rigen el futuro de una persona, o miles de personas, la negligencia será la apoderada de la sociedad.
Hay un pecado capital que en la actualidad se llamaría “calentón”, sin connotaciones sexuales. Este es un estado vehemente, que niega la verdad, venga de donde venga, y altera el estado natural de la vida, por intolerancia y odio indiscriminado. Siempre ha habido quien justifique un ataque de ira por razones religiosas, sexistas o simplemente por demostrar quien es el más fuerte. La violencia solo engendra violencia.
La envidia, ese deseo ávido de lo que no se tiene o de lo que tienen los demás, es quizás el más tonto de los capitales. Disculpad este arranque de franqueza, pero me parece una memez, llorar por algo que no se tiene, independientemente si se puede tener o no. Quizás este defecto se relacione más con cosas materiales, pero es sumamente gracioso ver a personas que envidian todo lo que no poseen, no importa su situación económica o sentimental, es dramático la animosidad que crea este singular pecado.
La sobrevaloración del Yo genera verdaderos pecadores patéticos. El soberbio ya no intenta parecerse a dios, ahora lo supera. Hay grandes soberbios entre la población actual, siempre los ha habido, pero en los últimos tiempos han cambiado la percepción de dioses que tenían; ahora quieren conquistar el mundo desde un trono minimalista. Sus egos son tan dantescos que ridiculizan a sus congéneres con grandes oraciones de sabiduría y patriotismo.
La verdad es que a mí los pecados, en su significado más estricto, me merecen la misma preocupación que quien pueda ganar un partido de fútbol -perdonad la vulgaridad-. Pero dar un repaso a estas transgresiones religiosas, me ha permitido revisar la conducta del hombre, actual o pasado. Porque en el fondo lo queramos o no, la vida se sigue rigiendo por los sentimientos más básicos, por las necesidades más primarias y si en el camino se hace daño al vecino, casi mejor. Poca gente se dedica a vivir su vida, sin tener la necesidad fundamental de vivir también las de cientos de personas más. Quizás algún día este gran misterio se esclarezca y sepamos por qué este afán de inmiscuirse en vidas ajenas.
La imagen corresponde al panel central del cuadro El Jardín de las Delicias de Hieronymus Bosch (El Bosco) que podéis disfrutar en esta dirección.