No se puede escribir sobre inmigración sin sentir indignación, quizás se escribe por eso, por la ira que causa tanta iniquidad.
El año pasado eran las concertinas de la vergüenza, las que nos hacían volver la cabeza al ver las heridas sangrantes de las personas que intentaban cruzar hacia europa. Este año, es el éxodo por una vida digna, lo que nos hace llorar de vergüenza por nuestra cómoda impasibilidad y gritar por la impotencia que provoca tanta injusticia en el mundo.
La Humanidad tiene poca memoria, tendemos a olvidar pronto lo que no necesitamos para vivir día a día, sin ser conscientes de que la historia se repite; lo que hoy nos parece lejano, mañana puede estar a nuestro lado.
La huida hacia ninguna parte de cientos, miles de personas, de todas las edades, de todas las creencias, que buscan con desesperación un hogar, una tierra que les acoja entre sus fronteras, en los que poder rehacer sus destrozadas vidas y sus inciertos futuros, acongoja y enardece nuestros más primitivos instintos.
Tenemos que recurrir al lado más morboso de una tragedia, para agitar conciencias, para que despertemos de la indolencia que sufrimos ante dramas que parecen que no nos afectan.
Y duele. Duele ver, porque solo lo vemos sin padecerlo, días eternos cargados de informes, reportajes, crónicas… datos, fríos datos de personas que llegaron o que se quedaron en el camino.
Que bien queda decir “ser ciudadano del mundo” cuando se lleva la maleta cargada de dinero e identificaciones. Sin embargo, cuando en el equipaje se lleva una vida entera, con los recursos agotados, sin porvenir… Cuando sólo se lleva un bulto con miedos, con tragedias, sin lugar de destino, no hay mundo para ser ciudadano, no hay lugar que dignifique el sufrimiento del refugiado.
Porque sera eso: un pobre perseguido.
Malditas guerras que no conducen a nada. Malditos los que las provocan, porque ellos no las viven. Malditos nosotros que olvidamos, en nuestro eterno egoísmo, para no sufrir.
La foto es de Wikipedia.