Tenía siete u ocho años cuando me dijo: “No hay que juzgar un libro por su portada”. Ni parpadeó cuando soltó tan tamaña verdad. Es obvio que tuvo que oírlo en algún sitio, pero lo importante es que supo adaptarlo a su vocabulario, a su edad y a su muy acentuada personalidad.
Después le he escuchado otras “máximas” que quedarán en la historia familiar y de las cuales hace que me sienta orgullosa como su antecesora directísima.
Por eso, cuando una persona habla de un semejante poniéndole etiquetas, hace que vuelva a escuchar la grandiosa frase una y otra vez. Eso quizás influya en mi actual planteamiento de la vida y de cuestionarla de una manera distinta. ¿De verdad merece la pena la contínua “lucha” por la descalificación de otros? La lucha hay que dirigirla hacia otros objetivos más provechosos, hacia un propósito que realmente merezca el desgaste de nuestro tiempo y nuestro ingenio.
A veces pienso que es el miedo. Miedo a que se pueda alterar la dirección que cada uno se marca y que creemos correcta. Miedo a que dañen el bienestar diario sin altibajos importantes. Miedo a alterar una vida insulsa y sin emoción. Miedo a lo desconocido y miedo a lo conocido.
El instinto de supervivencia del hombre, inquieto y alerta ante un “posible peligro”, hace que, quizás sin pretenderlo juzgue a una persona por su apariencia y si no es del agrado del colectivo se aparta y se critica, sin saber que puede haber dentro.
Son muchas las sorpresas que nos llevamos a lo largo de la vida por este miedo a no dejar paso a nadie en nuestra digna sociedad, que no comulgue con nuestros principios, no engalane su cuerpo como dicta la moda, no hable nuestra lengua, no tenga un trabajo serio o sencillamente no tenga un trabajo….
Es indiferente la apariencia física de una persona: Nadie puede saber como es una mujer por el simple hecho de llevar una falda corta, o como es un hombre por llevar tatuajes. ¿Quiénes somos para clasificar a alguien sólo por la imagen externa que da? Es de una soberbia extrema el intentar excluir a una persona por su apariencia, sin otra razón que el rechazo que puede producir su aspecto.
Por eso es fundamental la educación de nuestro futuro: los jóvenes. Lo realmente importante, es la enseñanza basada en el civismo y en la tolerancia y por supuesto sin imposiciones políticas, religiosas, de moda, de estética o de poder adquisitivo.
Si se deja en manos de la ignorancia el futuro de un pueblo, se contribuye al declive de la humanidad. El respeto, la dignidad y la libertad son claves para un porvenir que se nos presenta incierto.
Abrámos el libro y dejemos que nos diga qué lleva dentro, sin miedo a las sorpresas inesperadas.